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Atrapado en Chile: Cuando la soberbia te pasa la cuenta

Te vas de Chile porque ya no lo soportas. No quieres dar la lucha ni pensar en las futuras generaciones. Sólo quieres encontrar otro lugar lo antes posible y no volver más. Así que te vas al Primer Mundo con una visa de trabajo a hacer lo que sea, da lo mismo si ejerces tu profesión, y te das cuenta que trabajando en ese lo que sea vives mejor que en tu país. Que todo funciona como reloj. Que la salud es gratuita y de calidad. Que nadie nunca te va a querer agarrar a palos por ser cola. Que puedes hacer lo que quieras con tu vida y a nadie le interesa. De pronto tu existencia en este mundo cobra sentido.

Feliz, aunque no dejaba de pensar en el pasado. ¿Por qué no me fui antes?, ¿para qué me endeudé con 20 millones por una carrera que apenas me da de comer si podía tener una vida de ensueño en el extranjero? Mi presente luminoso pudo haber empezado antes, mucho antes.

Me mantuve por dos años en ese estado de euforia y emoción. Trabajaba para viajar y conocer el mundo, y cada mes tenía un itinerario nuevo en el bolsillo. Pero nunca dejé de transitar entre mi pasado y mi futuro. Ya no sólo era el arrepentimiento por el tiempo perdido, sino también la búsqueda constante de una promesa de vida para los años venideros. Me resultaba difícil disfrutar del día a día cuando pensaba en la siguiente etapa. Necesitaba una residencia permanente para no volver. Chile ya no era mi lugar.

Pero cuando eres chileno siempre hay algo que te llama de regreso. Es como una voz bajita en tu cabeza que te pide volver porque en realidad hay cosas que te hacen falta: la comida rica de la mamá; las interminables onces en familia con pan con palta y sobremesa extendida; los amigos que aparecen en tu casa sin avisar para alegrarte un domingo de resaca; las previas que terminan en carretes inolvidables con personas que no sabes de dónde salieron pero que no dejan de decirte cuánto te quieren; la piscola y las Negritas y los Chocman. Y, por qué no decirlo, el estallido social. Te mueres de ganas de estar ahí y ser parte de la historia.

Un viaje de visita sin retorno

Me despedí de mi pololo en el aeropuerto de Copenhague a principios de diciembre. Él tomó un vuelo a Melbourne, nuestro siguiente destino de vida juntos, y yo uno a Santiago. Nos encontraríamos en Australia a fines marzo. Sólo unos meses separados. Nada tan terrible, porque nunca imaginas que podría ser la última vez. O lo haces, pero casi de manera inconsciente. En el fondo, aunque evitas el pensamiento, sabes que el avión puede estrellarse o ser secuestrado por un grupo terrorista o que cualquiera de los dos podría sufrir un accidente o morir en Chile a manos de la policía, por ejemplo. Porque hasta eso es más probable que lo que nos separó a nosotros. Una pandemia mundial es lo último que imaginas podría suceder.

Luego de un verano soñado en La Serena, todo parecía perfecto. Cuatro meses en Chile era la dosis exacta y por favor hasta ahí no más porque me rebaso. Pero pasa a veces que, como creemos que todo puede verse rico servido en un plato, un murciélago y un pangolín se encuentran en un mercado de alimentos a la cresta del mundo y así nace un virus potencialmente mortal que nos caga los planes a todos.

Con los crespos hechos, la maleta armada para los próximos dos años y un vuelo cancelado por cierre de fronteras a días de irme a Australia. A mis 30 años estaba de regreso en mi ciudad  natal de donde escapé a los 19 jurando no volver más. En cosa de días mis planes se habían deshecho; ahora estaba desempleado, sumido en la frustración y la incertidumbre. Y lo peor de todo, creía, era estar en Chile sin poder escapar.

No eres dueño de nada

Lo primero que pensé fue en lo soberbios que somos los seres humanos. Nos proyectamos con una ligereza, como si fuéramos dueños del mundo y de nuestros destinos. Pavimentamos el camino al futuro con una seguridad que ni los dioses griegos exhibieron con tanto descaro. Planificamos viajes, compramos pasajes y reservamos hoteles con meses de anticipación. Tomamos créditos bancarios que se pagarán en años para llenarnos de televisores, autos y chatarras varias. Amos y señores de nuestro futuro, sin siquiera detenernos a pensar en que las cosas pueden cambiar en un segundo, en que la vida es frágil y en lo pequeños que somos en la escala de este universo. Por eso nos pegamos costalazos como los míos. Falta de humildad y de compromiso con nuestro presente.

Y luego, la montaña rusa emocional y existencial, y esa sensación de caída al vacío. ¿Qué voy a hacer ahora para sobrevivir en este país en doble-crisis? Y luego, en medio de esas primeras madrugadas en confinamiento, con los ojos pegados al techo sin poder dormir: ¿está en mí el poder cambiar las cosas?

El cliché del “todo sucedió por una razón” se volvió más real que nunca antes. Quizás estaba evitando enfrentar mi eterna es-complicada relación con el país en el que nací. Y puede que para muchos de nosotros, chilenos, que vemos como todo se nos escapa de las manos, sea lo mismo. Que quizás esas cosas de Chile que no nos gustan son el realidad el reflejo de lo que odiamos de nosotros mismos.

Desde el encierro y la incertidumbre del ahora, parece fundamental el trabajar nuestros miedos y frustraciones, y mirar hacia el lado y comprender que no somos los únicos pasándola mal. El presente se convierte de pronto en nuestra oportunidad de aprender a conocernos y de alguna forma liberarnos de lo que nos hace mal. Empezar a ser autocompasivos y generosos. Somos los únicos que podemos, desde el presente, cambiar el futuro. Chile no tiene que ser una cárcel.-

Imagen portada: Arte álbum OK Computer de Radiohead

1 comentario

  1. Karli says

    Me siento identificada por lo que escribiste desde mi propia realidad . Chile no tiene que ser una cárcel 💜

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  2. todo pasa por algo, uno nunca deja de aprender. Solo queda pensar que por muy cliché hay que cerrar ciclos para poder pasar por la puerta, porque como dicen las abuelas, si no se generan corrientes, de esas que te dan resfrios en el alma.
    Un abrazo gigante

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