En el patio de mi vecina hay un palto, según ella tiene más de doscientos años. Es un árbol enorme, que impone su presencia desde lejos. Ella dice que en el último tiempo el palto le ha dado cien kilos de paltas, los cuales ha vendido. Mira a sus perros y les dice: ustedes comen gracias a él, y me gusta esa forma que tiene para referirse al palto, con respeto, como si fuera el dueño de esas tierras con quien hay que mostrarse agradecido. Estamos conversando y siento un golpe seco, inesperado, así que me preocupo. “Fue el árbol”, me dice, como pidiendo disculpas en su nombre por la palta que acaba de caer sobre un viejo auto abandonado. Por un momento imagino que es la forma que tiene el palto para participar de la conversación.
Me encanta la solemnidad que adoptan en el campo para referirse a las cosas naturales. El palto no es un estorbo que hay que arrancar para construir un minimarket o un estacionamiento, es una figura cercana, prácticamente un miembro de la familia. Mi vecina mira el árbol y me cuenta que con su pareja piensan cortarle un gancho para reducir el peso que lo empuja hacia abajo, “así no sufre tanto”, me dice, y pone esa voz típica de cuando uno habla de alguien indefenso. Ellos han convivido harto tiempo con el palto, así que se dan cuenta de cosas que uno no tiene cómo, porque yo, que vengo arrancando de la ciudad aún funciono a un ritmo frenético, como si el concreto todavía me persiguiera.
Acá en la casa hay una araucaria, o sea, sólo queda el tronco porque durante una tormenta toda la parte de arriba se vino al suelo; aún así es un ejemplar inmenso que no han podido tumbar porque es un árbol protegido; mejor, porque el tronco que sobresale nos ha servido como referencia al momento de señalarle al chofer del minibus dónde tenemos que bajarnos. El otro día, la pequeña hija de nuestra vecina se quedó mirando por largo rato hacia el tronco de la araucaria, se quedó pegada porque vio a dos pájaros carpinteros posados en lo alto. Ella se dio cuenta, yo no fui capaz de advertirlo. Una niña de quince meses es más despierta que yo.
Quizás todo esto sirva para que estemos más despiertos, y puede que eso ya esté ocurriendo; durante estas semanas de cuarentena nos hemos dado cuenta de lo mucho que contaminamos y de lo dañino que es para el planeta nuestro comportamiento egoísta e irresponsable. Me gusta que estemos preocupados por eso porque usualmente estamos preocupados de cosas sin importancia. Hace unos días vi que lanzaron el soundtrack de Dark en casete, tal como si estuviéramos en plena década de los noventa. Por supuesto que muchos fanáticos de la serie enloquecieron, pero ¿es realmente necesario? Está bien, a las personas nos gusta tener cosas tangibles que podamos mirar, coleccionar o presumir a los demás, pero ¿realmente alguien necesita tener esa banda sonora en un formato prácticamente descontinuado y que ya casi nadie usa? Pienso que si vamos a seguir utilizando el plástico debiera ser sólo cuando se justifica completamente, porque la tonterita de moda siempre tiene que ser de plástico, precisamente, el material más contaminante que puede existir. Probablemente ya es hora de que evaluemos nuestras prioridades.
Hay varias otras cosas que no entiendo. No entiendo, por ejemplo, por qué la gente aprovechó la pandemia para volcarse al cine o a la literatura de temática apocalíptica, ¿acaso no podían consumir esos productos culturales cuando las cosas marchaban más o menos bien? Me imagino a Albert Camus cuando escribió “La peste”, en pleno siglo XX, pensando «oye, esto va a ser un exitazo la próxima vez que haya una crisis sanitaria a nivel global». Quizás la amenaza latente de contagiarnos o incluso fallecer, nos hizo tener conciencia sobre nuestra condición frágil y vulnerable, quizás por eso yo partí este relato hablando del palto de mis vecinos, que de frágil y vulnerable no tiene nada.
Me gusta mirar ese árbol, me conforta su presencia. Lo miro en estos momentos, mientras escribo. Ese palto eterno es una de las pocas certezas que tengo en estos momentos. Me gusta escucharlo en medio del insomnio, cuando el impacto de una palta rompe toda la tranquilidad de la noche campesina, y yo digo “fue el árbol”, como si alguien estuviera esperando una respuesta. Me gusta saber que fue el árbol. Me gusta saber que sé que fue él. Tal vez poco a poco voy entendiendo cómo funcionan las cosas por acá o tal vez todavía estoy lejos de lograrlo.
Hay un pajarito, un diucón que viene todos los días a la casa; intenta meterse por una de las ventanas superiores que siempre permanece cerrada. Me imagino que debe querer entrar para hacer su nido, aunque me parece una pésima idea porque mis perros no tardarían nada en devorarlo, así que no le abro. Quizás no quiere eso, quizás pasa porque le gusta saludar y le interesa saber cómo estamos, o quizás quiere meterse porque él también necesita un lugar donde hacer la cuarentena. O tal vez no quiere nada de esto y yo estoy equivocado o no soy capaz de entender porque aún funciono a otro ritmo. Quizás debería pedirle ayuda a la pequeña hija de mis vecinos, ella sí sabrá lo que quiere.